Llegué a La Florida cuando acababa de cumplir 3 años. Tan pronto como arribé, fui inscrita en un jardín infantil cercano, de esos Montessori, donde el adiestramiento va más acorde a las necesidades del mundo globalizado que vivimos. Ahí obtuve mis primeros y transitorios amigos, todos vivían a algunas cuadras de mi casa, compartiendo días de jardín y tardes de cumpleaños. No obstante, de todos ellos, no conservé ni uno. Ni siquiera aquella ex-amiguita que aun vive al frente.
Este no es un barrio de niños –dijo una vez, asertivamente, mi madre- eso fue lo único que no pensamos cuando compramos la casa. Pero tales declaraciones ya estaban demás, mis vecinos fueron toda mi vida unos desconocidos. Excepto uno.
Por la ventana de la que alguna vez fue mi habitación, se aprecia con claridad el patio de la casa contigua. Una casa que nunca formó parte del condominio de idénticas construcciones al cual mi casa sí pertenece. Es blanca, de sólo un piso, y tejado negro plomizo, por el que tantos gatos vi pasar, ronronear, pelear. En ella, si no me equivoco, viven 6 personas.
Uno de ellos es el Chico. Me parece incluso triste no poder llamarle de otra manera, pero es inevitable. Desde que tengo uso de razón, ese ha sido su nombre. La denominación existente en su carné de identidad me es desconocida, así como para el resto de mi familia. Pero su metro y medio de estatura hace casi inviable apodarle de otra forma.
El Chico es un caballero de edad indeterminada. Su estatura no ayuda a la identificación, así como tampoco su cabello difícilmente plomo. Quizás su pelada lo delate un poco, o los lentes poto de botella que usaba hasta hace un par de años, y que renovó por unos más modernos. Al ojo, otorguémosle unos 75 años. Los atribuyo a los integrantes que componen su familia: su esposa –a quien, acabo de recordar, no veo hace un buen tiempo-, su hija casada, madre de una joven que se convirtió en mamá hace un par de años. Es decir, el Chico tiene un bisnieto. Y para eso se debe tener cierta edad, ¿no?
Pero el Chico tiene más gracias que respirar, ser pelado, o tener bisnietos. El Chico es, lo que algunos denominan popularmente, un bisagra. Y el dicho indica que “la bisagra, si no está en la puerta, está en la ventana”. Es que este particular señor ha invertido cientos de horas de su vida en pararse fuera de su casa, en la reja, a mirar la vida pasar. Se balancea de una esquina a otra de la cuadra en un incesante caminar.
No importa el clima. En invierno sale con sus clásicos pantalones tipo Dockers y un chaleco abotonado. En verano se desbanda, y con su panza pálida y descubierta no cesa su andar. Ni su falta de looks lo amedrenta, y menos las dos hilachas que suelen colgarle del short, y que solemos denominar “piernas”. El Chico sólo camina… sapea.
Y es todo un caso. Un caso que afectó todos mis afanes rebeldes adolescentes y lo sigue haciendo. Siendo conocido en todo el barrio, el Chico lo sabe todo, lo ve todo, lo oye todo. Es omnipotente. Llevar gente a escondidas a la casa era una odisea, pues el Chico podía irse de boca. Por ende, ante cada ilícito cometido por mi persona, debía mirar siempre hacia su puerta, procurar que no estuviera, que no me viera, que no me acusara. Incluso un día, mientras mi padre martillaba la pared colindante a la casa del vecino, para colgar un cuadro, recibimos una llamada al celular: el Chico nos comunicaba que oía ruidos extraños en nuestra casa.
Luego de 15 años, el misterio llegó a su final. Acabo de averiguar que el Chico tiene nombre –y uno bien inusual- : Se llama Liber. Sí, como Libertad, pero sin el tad. Aunque con todas las facultades que su casi-nombre posee.