20 julio, 2005

¿Donde estás, Adéle?

La precaria y, próximamente, refaccionada fachada del Museo de Arte Contemporáneo, parte del inmenso proyecto de remodelación que tanto se ha esmerado en gestionar el gobierno de Lagos para conmemorar el Bicentenario que se aproxima, se alza innovadora e imponente entre el verdor del que disfrutan los transeúntes , aquellos que ansían escapar del gris acostumbrado que ahoga, unas cuadras hacia adentro, hacia la Alameda; o aquellos a los que el sonido y sabor de las 14 horas incita salivación y crujir estomacal: los oficinistas pavlovianos en versión renovada, ya no en función a la campana, sino al reloj. Los veo atravesar el Parque Forestal buscando algún Café-Restaurant del popular Barrio Bellas Artes, que los acoja y acalle los quejidos, típicos de estas horas, cuando la mitad de la jornada comienza a pesar en sus hombros y cabezas.

Los camiones de cemento se confunden con los autos, mientras transito por Ismael Valdés Vergara, guardándome las ganas de visitar el MAC, que me consuela diciéndome en su señalético idioma “Mira coMOProgresa Chile”.
Me detengo en José Miguel de la Barra, junto al semáforo que señala rojo, no para mí, claro, pero maquinariamente le hago caso. Aprovecho de observar mi momentáneo entorno y ahí en frente veo la moderna monstruosidad con que se levanta el Edificio de Comercio, en absoluta contraposición a la calida majestuosidad de tiempos anteriores, esa arquitectura digna de ser mi próximo objetivo: el Museo de Bellas Artes.

“Unidos en la Gloria y en la Muerte” recitan dos ángeles que aparentan auxiliarse y reconfortarse en la entrada, y que se endurecieron con el transcurso del tiempo, y la inercia de la ciudad, volviéndose de hormigón. Comienzo a subir las escaleras, y traspaso las puertas bajo la atenta mirada de Rembrandt, Da Vinci y Rafael, que escrutan mis pasos al ingreso, además de la temerosa mirada del guardia, temerosa con razón, pues aparentemente en este país de tercermundistas todos somos potenciales ladrones.
Abro el bolso.
-¿Escolar?
-Sí, aquí está mi carné.
-300 pesos.
-Ahí. Gracias.
-Tiene que dejar el bolso en custodia.
-¿Sí? Ya.

El tablero de exposiciones me habla de Claudio Di Girolamo y de Guillermo Frommes, habla de Las puertas del Infierno, y de Camille Claudel… habla también de su enamorado eterno y final victimario, Auguste Rodin.

Sala Matta, al fondo.

Bajo las escaleras y antes de ingresar a ver al francés y sus esculturas, las instrucciones nuevamente aparecen. No entrar más de 100 personas a la vez. Da lo mismo. Ante mis ojos El Pensador reivindica los 77 años de una historia de vida.
Sesenta y dos esculturas, de múltiples tamaños y formas se encumbran ante mis ojos: El Hijo Pródigo, El Beso y un Honoré Balzac de carne y hueso, pero ambos de metal.
Estudiantes se sientan al borde de La edad de Bronce, retratando en sus libretas la movilidad de los cuerpos construidos por Rodin, sus perfectas formas materiales, sus curvas, miradas y ánimos.
“Sin la vida, el arte no existe”

Y es quizás por ésa misma premisa del autor, que cada obra suya es considerada, precisamente, una pieza artística. Por convertir el hierro en savia y espíritu.

Mientras las no más de 20 personas que me acompañan en éste descubrimiento, se encuentran observando cada figura, con más o menos interés, con más o menos ganas, pero con la firme idea de querer pasar a la posteridad habiendo visitado la inusual muestra, alcanzo a notar, para mi insatisfacción y la de mis co-asistentes, que el tristemente célebre Torso de Adéle ya no forma parte de la exhibición. No hay rastros de su anterior presencia en el Museo, ni un pedestal vacío o un espacio con antojos de relleno.
Luis Emilio Onfray, estudiante de Arte de la Universidad Arcis y objeto de risas y odios, es el responsable de la coja presentación de Rodin que se viene mostrando desde el 17 de junio, fecha en que el entusiasta y bizarro muchacho decidió – según él – probar la escasa seguridad con que se tienen obras de ésta calidad en el Museo de Bellas Artes, denotando con ésta curiosa manifestación la fragilidad de la garantía que resguarda éstas esculturas, y, por supuesto, la delicada voluntad y sense of humor de los encargados.

Recordando la impopular noticia, decido corroborar la veracidad de la tesis de mi emprendedor contemporáneo, y miro a mí alrededor: hay sólo dos guardias en la sala, y logro ver pocas cámaras de seguridad. Las cuerdas que me separan de Jean d'Aire nos distancian no más de un metro, sería cosa de estirar un brazo y calzar mi huella con la de tantos otros que, seguramente, se atrevieron antes a tocar el fierro antes forjado por tan connotado escultor. ¿Y si me atreviera a repetir la hazaña de Onfray, y mis manos de seda arrancaran en silencio los Burgueses de Calais de su pedestal, saqueando con mi acción, su sacrificio pasado, junto con su materialidad, ambos juntos dentro de mi bolso?
Imposible.
¿Quién podría quebrar los trozos enlatados que aseguran la escultura en su lugar? Esas piecitas que, comúnmente, llamamos clavos, y que configuran parte importante del honorable método de seguridad del MBA.
Mejor salir de las dudas y fantasías de una vez y por todas:
-Disculpe, ¿en donde está el Torso de Adéle?
-No, ya no está en exposición.
-¿Le puedo preguntar si se han incrementado las medidas de seguridad desde el robo?
-No, debe preguntar en la entrada esas cosas.

Salgo de la sala. Subo las escaleras y pienso mirar las otras exposiciones, pero el tiempo no es algo que me sobre en este minuto, precisamente.
Voy a custodia, entrego mi número, el 4, y mi bolso negro retorna a su dueña. Intacto luego de un préstamo. Tal como Adéle.
El guardia, inquisitivo, dirige su mirada a mi, luego de apreciar mis intenciones de no irme como todos los visitantes. Me acerco inocentemente en busca de una respuesta acerca del destino de la figura que concierne a mi preocupación. “Sorprendentemente”, no hay respuesta. Los ojos del muro con que me encuentro hablando me observan con exasperación. Nuevamente: ¿Sabe usted si se han incrementado las medidas de seguridad luego del incidente del robo?
-NO PUEDO RESPONDERLE, SEÑORITA, ESTAMOS EN SUMARIO.
Pues sería todo. Me marcho cabizbaja del Museo de Bellas Artes, con el consuelo de que, algún día, y quién sabe, si con tanto tratado de libre comercio y fomento de globalización, los pasajes en las aerolíneas lleguen a valorarse en $300, como la entrada que pagué, y cuando eso se haga realidad, entonces recorreré la triunfante Aldea Global hasta llegar al Museo Rodin, donde finalmente conoceré a la pobre y manoseada Adéle, pero mejor dejar de hablar, eso lo veremos en mi próximo hipotético viaje a Francia